jueves, 14 de enero de 2010

Ni la luna lo escucha



Se siente solo, pero siempre sonríe. Su pulcritud esconde la podrición de su alma y entre tanto y tanto le gusta embadurnarse en aceite Menen para bebés. Por eso aveces se le ve brillante aunque no haga tanto calor, por eso nunca estrecha la mano de quien acaba de conocer. Todo se le resbala, hasta la serenidad que se requiere cuando se hace fila en el banco, cuando se espera el verde del semáforo o cuando se leen las instrucciones en el reverso de algún empaque.

Le gusta el color verde olivo, tiene más de 41 años y nunca ha conocido la tristeza de un amor que ya se ha ido. Nunca ha amado y su madre lo victimiza cada vez que él intenta encontrar explicación a su desgraciada existencia: Eres demasiado bueno para mujer alguna.

Sus pasos no dejan huella y en sus ojos no hay reflejo, sólo vacío.

Siempre sonríe, pero ya nadie le cree a sus dientes, no por amarillos y deformes, sino por tensos... Por apretados.

Apretados como su corbata de lazo fucsia, como sus cordones marrones y delgados y como sus puños venosos que sólo sirven para llevar comida a su boca y maldiciones al viento.

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